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Estancias Formativas

La mirada de Nayara.


Hace un poco más de 1 mes que he vuelto de India, pero estoy segura de que una parte de mi sigue allí, con ese olor tan característico que es inconfundible y lo detectaría a metros de distancia, con sus calles, con la mirada de la gente, con los/las profesoras que hacen una labor tan grande, pero sobre todo con los niños y niñas.


La primera vez que escuché a Rocío y Juanjo hablar del viaje a India, de la experiencia que era, del aprendizaje que íbamos a adquirir, de lo que íbamos a crecer... Sólo con la mirada que tenían y la forma en la que lo transmitían se notaba que no era un viaje que nos iba a dejar “sin más” en nuestra vida.


En mi caso, para mí, ha sido una experiencia única, hablando de ella me invade la nostalgia y los recuerdos tan bonitos que tengo. Recuerdo cómo me sentía al llegar a India, estaba asustada pero con muchísimas ganas de vivir y de aprender de todo.


Los primeros sentimientos que invadieron en mi al recorrer las calles de Delhi en el autobús del viaje fueron miedo, tristeza, furia, alegría... un constante de sentimientos contradictorios que por supuesto me acompañaron durante todo el viaje e hicieron que viva al máximo y me empape de miradas, valores, abrazos, cariño, canciones, bailes, diversión, momentos de angustia, lloreras, compañerismo durante todo el viaje. Me acuerdo cómo me levanté el domingo, salíamos súper temprano de Jaipur (ciudad de la que he aprendido tanto, que hasta agradezco los momentos de angustia que viví allí), nos dirigíamos a Jhajjar, donde verdaderamente iba a ser lo más bonito y lo más duro del viaje, y efectivamente así era. Sentía muchos nervios en el trayecto hacia las ladrilleras, esos nervios me acompañaron hasta el día siguiente cuando vi llegar al primer grupo de niños y niñas que iban en aquel autobús amarillo.


Se bajó el primer niño y yo le estaba esperando con los brazos abiertos y me abrazó, sin saludarme, casi ni si quiera le dio tiempo a mirarme, simplemente me abrazó, me sujetó la mano y se quedó ahí un buen rato, yo no podía parar de mirarle, de sonreírle. En ese momento hizo que todos los nervios que tenía, se esfumaran y sólo quedaron en mí sentimientos de alegría, paz y motivación, lo que me transmitió ese niño en ese momento no me había pasado nunca, fue algo mágico y solo por vivirlo, todo había merecido la pena.


Los días en las ladrilleras eran raros, no hay palabras en el diccionario para explicar lo que una persona siente cuando abraza a esos niños y niñas, cuando les mira.. Y digo raros, porqué nunca me había pasado que fuera algo tan difícil ponerle nombre a los sentimientos que tenía, pero esos días, no podía, no me salía. Solo sabía que quería parar el tiempo, que las horas no pasasen, que el reloj marcara una y otra vez las 9:30 am. Sólo quería estar con ellos, compensarles en cierta parte por haberme dado tanto en tan poco tiempo.


No voy a mentir, se me caen las lágrimas cuando pienso en ellos, cuando veo sus fotos, intento recordar sus caritas todos los días porqué cada pedacito que yo tenía roto, esos días con ellos, estaban completamente llenos y no necesitaba nada más que esos abrazos, risas, y la forma tan curiosa de llamarme “Madane”.


En la hora de la comida no podía parar de mirarles, y cierto es, que muchas veces tenía que darme la vuelta, respirar hondo, para poder sonreírles, son imágenes que se me van a quedar toda la vida en mi cabeza, pues en esa hora, me invadían sentimientos de tristeza, por mi mente pasaban un montón de preguntas sin respuesta, y no me reconfortaba la idea de qué yo no podía hacer nada. Pero ellos me miraban, me sonreían y me ofrecían su comida, y ahí lo entendía todo.  


Me siento feliz de haber vivido este viaje como lo he hecho, de cuestionarme absolutamente todo, de todo lo que ha provocado en mí, y sobre todo por todo lo que he aprendido, de aprender a mirar con nuevos ojos. Hay momentos en los que nos quedaríamos a vivir, yo sin duda elegiría estos.


Nayara Lozano.

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